En tiempo de vacaciones mi papa no permitía que miráramos la televisión. Muchos de ustedes pueden reírse de esto, pero así eran las vacaciones en casa.
Los primeros días sin televisión fueron un gran reto, pero de ahí en adelante disfrutábamos mucho las vacaciones. El tiempo se invertía no en sentarse a ver televisión sino en interactuar y compartir. Esos momentos crearon muchos y lindos recuerdos de familia – momentos en que se compartió, se jugó, se peleó, nos castigaron y nos premiaron. Después de las vacaciones siempre me era muy duro volver a la escuela.
Al compartir estos recuerdos, ahora que las vacaciones se acabaron y que se empieza un nuevo año escolar, nos preguntamos, ¿este verano qué memorias de haber compartido tiempo con familia y amigos tenemos?
Ya empieza nuevamente esa vida agitada de estudio, de actividades extracurriculares y de deportes, donde están todos ocupados: padres que buscan que sus hijos e hijas cumplan con todos los compromisos, en lo que parece un interminable llevar y traer de aquí para allá. Es una vida que desgasta. Pero ella también nos reta a mantener la vida de familia, a llevar esa vida de hogar que es la iglesia doméstica, que tiene como fin la formación de hombres y de mujeres de bien, que viven continuamente al servicio de Dios, de su Iglesia y de la sociedad.
El reto que hoy en día se enfrenta es el de tener prioridades correctas: siempre van primero la persona y la familia, y por eso la primacía de la comunicación y de compartir.
El uso de la tecnología en las comunicaciones es importante, pero nunca suple, ni debe desplazar, el sonido del concierto de la voz y de la palabra. Es aquí en este mundo competitivo, tecnificado e individualista, donde Dios nos llama a que nuestras prioridades sean el compartir en familia, a hacer tiempo para escuchar y ser escuchado, a hacer tiempo para saborear la palabra del prójimo. Es hoy tiempo para formar memorias; de hacer un lado al ruido del mundo y de sus distracciones, para enfocarse en la sinfonía de la voz y, así, aprender a apreciar la riqueza del prójimo, y aprender también que es en el compartir que se aprende a vivir en el Amor y a descubrir a Dios que es Amor.
No permitamos que el mundo nos robe la oportunidad de disfrutar el tesoro más grande que tenemos que es la vida y el Amor en familia. No vivamos en la soledad de una vida en las nubes, ocupados haciendo todo por llegar a una cima hueca que nos deja cansados y con un vacío en el corazón.
¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Qué debemos apagar o de que hay que desconectarnos? ¿Qué es lo que nos separa de nuestro prójimo y de Dios? ¿Qué nos impide compartir, vivir y conocer el Amor?
Los anhelos del corazón no los llena el mundo, solo Dios y su Amor. Frente a los desafíos que implica un nuevo año escolar, tanto para los hijos como para los padres, abracemos como familia el reto de compartir; así la soledad no gobernará nuestras vidas. En medio de los diarios desafíos siempre se encontrará que la familia está ahí para apoyar y salir adelante. La familia, que es la iglesia doméstica y la educadora en la entrega, el servicio y el Amor, es la escuela que nos ayuda a descubrir a Dios, el verdadero Amor.