Durante 100 años, Jesús se ha estado haciendo presente en nuestra diócesis a través del misterio Eucarístico y en el misterio de su pueblo, en el don y regalo que es cada uno. ¿No es maravilloso que nos veamos así, con gratitud por la herencia que hemos recibido de nuestros antepasados? Nos reconocemos como administradores y misioneros de este momento de nuestra historia, viviéndolo plenamente y poniendo nuestros dones al servicio de nuestro prójimo y, a través de ellos, a Jesús. Así, con corazones generosos unidos por el Amor –por la Eucaristía en el servicio al prójimo– adornamos esta herencia, nuestra diócesis, y la hacemos brillar como la mejor del mundo porque luchamos por servir y por hablar el lenguaje del Amor.
El misterio de la Eucaristía también nos abrió los ojos al hambre que las personas en necesidad padecen, llevándonos a actuar con compasión. A través de Caridades Católicas, se provee ayuda material, especialmente alimentos, a las personas y familias necesitadas. Además, se ofrece asesoría legal en casos de migración, y se enseña como cultivar alimentos para promover una dieta sana. En situaciones de desastres naturales, también se brinda apoyo emocional y practico para ayudar a la recuperación. Todo servicio que se provee nace del llamado a reconocer el rostro de Jesús en el prójimo necesitado.
¿Cómo servir a nuestros niños y jóvenes en la formación de nuestra fe? Es una pregunta que nos hacemos continuamente para mejorar y aprender. La formación en la fe se da cuando se comparte lo recibido; cuando se ama como uno es amado, y cuando se sirve como uno es servido. Esta es la misión y la labor misionera que recae en nuestras parroquias, donde centenares de niños y jóvenes son preparados para vivir su vida de fe. La parroquia es el lugar donde se refuerza lo que se aprende, o debería aprenderse, en la iglesia domestica: la familia. Por ello, la parroquia es centro para la vida de fe y lugar de celebración.
¡Que tesoro se nos encomienda al poner en nuestras manos los corazones de niños y jóvenes! ¡Que hermosa la responsabilidad de ayudarles a descubrir el plan que Dios tiene para cada uno de ellos y a vivir la gracia y el Amor de Jesús en su vida cotidiana!
Todos somos parte y miembros de esta porción de la Iglesia en nuestra Diócesis de Raleigh, miembros de la mejor diócesis del mundo.
¿Qué es la Iglesia? ¡Somos cada uno de nosotros! Cada uno es piedra viva y templo del Espíritu Santo. Sí, se necesitan las iglesias – templos de ladrillo y cemento – pero edificios sin pueblo no tienen función ni sentido.
Al reconocernos como Iglesia viva, con un clero de muchas nacionalidades y con un pueblo aún más diverso en culturas, vemos que somos un microcosmos de Catolicidad. ¡Que reto y que riqueza encierra esta realidad! Es esta realidad, aquí y ahora, lo que el Señor nos encomienda, pidiéndonos nuestra colaboración para que, a través de nuestra diversidad de naciones y culturas, Él pueda hacer presente su Amor.
Sin embargo, no somos dueños de este momento, somos solo sus administradores!
Creer que somos dueños de este momento nos lleva a pensar egoístamente y caer en la mentira de que no tenemos la responsabilidad de rendir cuentas por nuestros actos porque creemos que podemos disponer de las cosas a nuestro antojo. Ser, o, mejor dicho, reconocer que somos administradores requiere un acto de humildad para darnos cuenta de que Dios nos ha dado una responsabilidad, nos ha confiado una misión y, por tanto, tenemos una tarea que cumplir.
Ser administradores implica aceptar que hay alguien más que uno mismo que conoce el plan, confía en nosotros, y nos da los dones necesarios para responder. Ese alguien es Dios que está siempre dispuesto a acompañarnos, guiarnos, corregirnos y aplaudir nuestros logros en el cumplimiento de nuestras responsabilidades frente a Él, al prójimo, a la creación y a nosotros mismos. Este es el plan de Dios en nuestros corazones.
Entonces, ser Administradores no significa ni quedarnos sentados esperando a que otros actúen ni paralizados por miedo frente a reto. Más bien, ser administradores significa descubrir, cada uno en oración, el espíritu misionero y el granito de arena que Dios nos pide contribuir para adornar y engalanar nuestra Iglesia, nuestra diócesis.
Recordemos que, aunque tengamos diferentes culturas, hablemos diferentes idiomas y seamos de diversos países y continentes, es nuestra fe —la Eucaristía— lo que nos une. Quien sabe celebrar la Eucaristía y sabe Amar tiene el lenguaje universal para ser un misionero, para ser un administrador del plan de Dios: plan de Amor y de salvación.
¡Estoy profundamente agradecido al Señor Jesús por haberme enviado a servir en esta diócesis de la cual me he enamorado! En estos siete años he podido descubrir la belleza de mis sacerdotes, diáconos, religiosas y religiosos y del pueblo que el Señor me ha encomendado a servir. La riqueza insondable de cada corazón y la alegría que se vive en la celebración de los sacramentos de nuestra fe son verdaderamente conmovedoras.
Al celebrar este centenario, nuestra responsabilidad es celebrar con gratitud, regocijarnos en el Amor y renovar nuestro espíritu misionero para que perdure por otros 100 años. ¡Que esta sea nuestra herencia para las futuras generaciones!
¡Gracias Señor por la Mejor Diócesis del Mundo!
Que seas Tú quien la hace la Mejor.