En estos últimos meses hemos estado confrontando eventos que han cambiado nuestra forma de vivir, nuestras expectativas y nuestra forma de ver nuestra existencia.
Primero llegó un virus que paralizó al mundo e hizo que la economía esté casi al punto de colapso. Ese virus actualmente nos obliga a encerrarnos y a usar mascaras para no contagiarnos.
Mas recientemente, un evento reciente revivió otro virus que enferma a la sociedad y puede llevarla al derrumbo. ¡Ese virus es el racismo y destruye la dignidad humana!
Es triste y doloroso presenciar la realidad de la discriminación, del racismo, cuando vivimos en un país donde – con orgullo patriótico – proclamamos: “Juro lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América, y a la Republica que ella representa, una Nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos” (I pledge allegiance to the Flag of the United States of America and to the Republic for which it stands, one Nation under God, indivisible, with liberty and justice for all). Donde afirmamos también que “En Dios Confiamos” (In God we Trust), y donde muchas veces se recita el “Dios bendiga a América” (God bless America) al concluir discursos. Mencionamos a Dios, pero me pregunto: ¿dónde está nuestra fe en ese Dios al que tantas veces acudimos como país? El vivir como cristiano a puerta cerrada – como algo privado – no permite tener el espacio ni la cabida para influenciar la vida de nuestra república.
Repito, el mal del racismo destruye la dignidad de la persona. En el racismo un grupo que se cree superior a los demás, mira a otros como simple objetos. ¡En el racismo un grupo silencia a otro por su color, su cultura, su lengua, etc., o porque no es el momento!
Lo sabemos de memoria, lo decimos, lo recitamos: “En Dios confiamos,” que “Dios bendiga a América,” “…una nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos.” ¿Libertad y justicia para todos? ¿De verdad? ¿Por qué no vivimos esta libertad o vemos esta justicia? Una sociedad que vive atemorizada por la violencia y la desigualdad no es libre. Tampoco lo es una sociedad que reduce a Dios a unas simples frases bonitas – no le permite a Dios hacer efectivo su Amor.
Dios nos creó iguales, con la misma dignidad, y nos dio el mandamiento del Amor como ley para convivir en paz: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo (Mateo 22, 34-40). Cuando a Dios lo apartamos de la vida de nuestro país – es decir, cuando Él ya no es el punto de referencia – aparece un vacío. Este vacío lleva a que cada persona cree su propia verdad, su propia ley, donde la igualdad desaparece y es reemplazada por la discriminación y el racismo. ¿Cómo se puede llenar ese vacío? Viviendo el mandamiento del Amor.
Frente a estos hechos atroces de racismo – que estremecen las fibras más íntimas de nuestro país porque pisotean la dignidad de la persona humana – reaccionamos, nos manifestamos y buscamos soluciones para ayudar a erradicar la desigualdad, abuso, discriminación y muerte que existen en nuestra cultura. El buscar soluciones al dolor es imprescindible, mientras no se convierta en fuente de destrucción.
¿Como se puede erradicar este virus que está anquilosando nuestra cultura? No se puede simplemente tomar medidas o crear leyes como reacción populista frente a los tristes y dolorosos eventos del racismo. Esto lo único que hace es poner al racismo en estado de “hibernación” – “bajarle” la temperatura, por así decir – y dar la semblanza de que se puede seguir viviendo como si ese virus no existiera. Esto es un error.
La solución viene a través del proceso de trasformación del corazón de cada persona. Cuando convertimos nuestro mirar hacia Dios, quien es Amor y Misericordia, el pecado se convierte en arrepentimiento, la tibieza en fervor, la duda en fe, el error en búsqueda de la verdad. La Misericordia y el Amor son la clave para combatir y erradicar el virus destructivo y dañino del racismo y de la discriminación.
Este proceso solo puede ocurrir en libertad – como lo proclama el Bill of Rights [Declaración de Derechos] – donde hay un verdadero y libre ámbito para la expresión, donde puede darse un dialogo sincero, donde se respeten todas las voces, y donde, escuchando de verdad, se pueda encontrar los elementos comunes con los que se puede trasformar la sociedad y refinar sus leyes. Así, proclamaremos desde el fondo del nuestro corazón, con la palabra y la acción, el respeto por la dignidad de la persona.
El Bill of Rights, que protege la libertad de expresión, conlleva un reto muy grande – el reto a vivir con humildad. ¿Por qué? La humildad es necesaria para aprender a escuchar con respeto; si no se escucha así no hay dialogo, sino un monólogo que impone silencio al otro. Es decir, no hay verdadera libertad de expresión.
Por más leyes que se creen para proteger la dignidad del ser humano, para proteger la vida, y abolir el racismo, estas nunca surtirán efecto, ni cambiaran la realidad a menos que surjan primero dentro del corazón y se expresen de manera sincera y en diálogo libre, con Dios como punto principal de referencia.
Todos estamos llamados a la conversión de corazón para que, por medio de un dialogo libre y sincero, con Dios como centro, volvamos a vernos como Él nos creó: iguales, donde respetamos las diferencias y nos enriquecemos mutuamente en el compartir diario.
Sin Dios no hay Amor, sin Amor nos hay respeto, sin respeto no hay dignidad.
¡Dios bendiga a América!