La distancia social, es decir, mantenernos físicamente aparte uno del otro en sitios públicos para evitar que el virus se propague, es una de las secuelas del COVID-19 con la cual tenemos que aprender a convivir.
Durante estos meses de cuarentena, envié un video para saludar a los alumnos de nuestras escuelas. En el video les pedí que me compartieran sus experiencias durante este tiempo de encierro, de quedarse en casa. Nunca pensé que mi petición tendría tanta acogida, pues llegaron muchas cartas y videos en respuesta. ¿Qué conclusiones puedo sacar de todas esas cartas y videos?
- Como ya mencioné, la respuesta fue enorme.
- ¡Cuánta alegría sentí al leer esas cartas y ver esos videos!
- No anticipe el trabajo que daría, para mi asistente y para mí, el contestar a cada persona que envió su respuesta.
- El común denominador en las respuestas fue que:
- Los estudiantes extrañan mucho a sus amigos y profesores.
- También extrañan hacer deporte – el soccer es el que más se menciona.
- Dijeron que ahora no tienen estrés. Ese comentario me llamo mucho la atención por la edad que tienen.
- Se ora en familia, pero extrañan el poder ir a Misa.
- El comentario más sobresaliente, prácticamente en todas las cartas, fue que ahora se vive en familia: se ven juntos a los papas; se come en familia, y se disfruta la presencia del papa en la casa.
Antes de llegar el coronavirus, no había cuarentena, sin embargo, ya se vivía la distancia social dentro de las familias. ¿Por qué? Principalmente por el trabajo y la cantidad de actividades extracurriculares de los hijos(as) fue que la familia aprendió o se acostumbró a vivir en la distancia, en el estrés del “corre y corre”, donde el tiempo para compartir, desaparecido prácticamente, quedo reducido al quality time. Los papas se habían convertido en servicio de Uber para sus hijos y ya no había tiempo para sentarse a la mesa y compartir experiencias. No existía la cuarentena, pero existía la distancia familiar. ¡Algo faltaba!
Un virus, algo invisible al ojo humano, puso al mundo entero en jaque y nos hizo frenar. Todo paro de un momento a otro y las prioridades cambiaron. El coronavirus nos forzó a encerrarnos y a romper esa distancia familiar: unirse en el compartir diario durante las cenas sentados alrededor de la mesa. En medio de las limitaciones, ¡que bendición es tener de nuevo a la familia unida – compartiendo y disfrutando uno del otro!
Creo que esta es una lección que no debemos olvidar sino volveremos a lo de antes, donde lo primero era el trabajo y el dinero, los deportes, etc., y por último la familia.
Grandes esfuerzos están en marcha por encontrar una vacuna contra el COVID-19. Sigamos orando y pidiendo a Dios por este milagro. Por otro lado, nos preocupa mucho la sociedad actual y la violencia en que se vive: problemas de adicción, suicidios de gente joven y de adolescentes. Estudios buscan el “porque” de todo esto, pero por más estudios que se hagan no se encuentra la razón. El problema es que muchos no quieren reconocer la raíz del problema: el ataque contra la familia y la búsqueda de su destrucción.
La familia es fundamento y base de la sociedad. Si queremos tener una sociedad sana, libre de ese otro virus que es el pecado, tenemos que reconocer que el único antídoto es tener familias sanas. Esto solo se consigue protegiendo a la familia. La familia es la primera escuela donde se aprende lo que es el amor, el compartir, el respeto, y, también, donde cada miembro entiende que es parte integral de la familia, y no es “rueda suelta.”
Entonces, ¿cómo se protege a la familia? Es básico: el proteger a la familia implica aprender a sacrificarse por el bien de los hijos y por el bien de los padres, en beneficio de la sociedad y de la creación. No podemos seguir viviendo en una cultura del desecho, donde se descarta al ser humano y a la familia.
Ahora se ve a niños jugando y se los oye hablar a todo pulmón; también se ve a familias juntas caminando en los vecindarios y a vecinos jugando por diversión y no en competencia. Hoy se ve y se siente la “vida” en los vecindarios – los mismos lugares que, antes del encierro, parecían pueblos fantasmas. Que bello es ver “vida,” descubrir a Dios en el prójimo, y en el Amor.
No permitamos que se les quite a los hijos el regalo de la presencia de sus papas y no nos escondamos detrás de la excusa del quality time para calmar la conciencia. Simplemente, todos – sin excepción – necesitan “tiempo en familia” para aprender el Amor. Así, lograremos una sociedad más justa y sana, y más libre del virus del pecado que destruye y daña.
La familia que reza unida permanece unida.